Rodríguez

EN ESTAS últimas semanas escucho a diario las canciones de un tipo que fue alarife en Detroit tras fracasar en la música sucesivamente. La mía es una deuda contraída con un documental excelente: Searching for Sugar Man, del director Malik Bendjelloul. La atracción tiene que ver con el raro talento de ese hombre incógnito, de origen mexicano, Sixto Díaz Rodríguez. Un paria de gloria clandestina que dejó dos discos en los 70 y se disolvió en el cinturón industrial de una ciudad cualquiera, con las botas untadas de barro y los dedos amarillos de fumarse hasta la clave de su misterio.

Es su música lo que punza, claro. Pero es, también, el timbre malogrado de esa vida de intemperies, de esa anónima condición de hechicero que arrastra su nada por aceras de nieve sucia, con la vista monosilábica apuntando al suelo.

Los espacios de la literatura, la música y el arte están cuajados de seres fabulosos que un día escogieron la fuga como expresión más alta de su obra, a lo Rimbaud. O decidieron no revelarse nunca, en plan Kafka. Tienen la enfermedad del desarreglo con su tiempo. Y trabajan como ardiendo: en los sótanos, en los tugurios, en las covachuelas. Parten de esa cadencia oscura de quien se siente fieramente extranjero. Pienso en Genet también, a quién Monique Lange recobró de entre los containers de los puertos adobado con tragos de benzina y zureo de bujarrones.

Este flaco coloso triste que es Rodríguez había despachado más de medio millón de discos en Sudráfrica sin enterarse. Lo suyo era la disciplina del invisible, el deambular con el ánimo indocumentado. Esa ecología de la desgana que choca con el monóxido de la fama. No digo que haya más autenticidad en los afluentes del fracaso, pero sí hay más verdad cuando un hombre hace de todo ello el aljibe de su dignidad.

En sus temas asoma esa delicada desesperación que es la venganza que el hombre se cobra de sí mismo. Entre tanto ruido de sables, tanto Chipre, tanta quita, tanta Troika con alma de fusil, tanta bocazas oxigenada a lo Cifuentes (Cristina). (Qué tropa, pero qué tropa)... Después de tanto todo para nada, como adivinó José Hierro, uno escucha a este chicano de segunda sangre como un antídoto contra el cartonaje de los días. Y lo imaginas en un bar cualquiera, siempre lejos de este circo, pensando en la prisa de la vida mientras contempla el morir de la espuma en el fondo de un vaso quieto.